Crónica | La Odisea Fragmentada

Un día de febrero, diez años atrás, el destino les cambió sin posibilidad de elección. De un momento al otro, sin aviso ni protesto, sus corazones se quedaron comprimidos bajo la presión de un dolor nunca antes experimentado, de un luto delirante, de unos por qués sin respuesta, de una existencia que se lleva en pedazos, como producto de una violencia desmedida y sin razón. Un día de febrero, diez años atrás, tuvieron que embarcarse drásticamente en una quimera sobre la cual desconocen si habrá retorno en algún momento. Este es el recuento del periplo que han transitado desde 2014, Dereck, Rosa, Nancy y Carmen, por el recuerdo de los suyos y la búsqueda de una justicia que muestra una exasperante lentitud, en medio de las complejidades que conlleva la recuperación del Estado de derecho en una nación. Sus historias, de las primeras referidas a ejecuciones extrajudiciales aplicadas por cuerpos de seguridad del Estado en el contexto de manifestaciones pacíficas y en el ejercicio de las libertades civiles y políticas, representan la lucha de un país durante toda una década ante la violación de sus derechos fundamentales. Sus voces, tristezas, rabias, impotencias, silencios, oraciones y ganas de seguir amando, son el peso específico implícito en el acto de vivir, cuando sus cimientos se estremecen.

Dormiré en mi casa y cuando me despierte, voy al cementerio

El único momento en el que Dereck Redman admite que perdió prácticamente los estribos fue cuando su familia insistió en que durmiera en casa de su sobrino, la noche del 12 de febrero de 2014, cuando presuntos civiles armados pro gobierno asesinaron a su único hijo, Robert José. “Yo no voy a dormir ni en casa de mi hermana, ni de mi sobrino, ni de un primo, ni de nadie más. Yo duermo en la casa en la que vivía con mi hijo, y cuando me despierte, voy al cementerio. Y así hice. Yo tenía mi carro y al día siguiente me levanté y fui a enterrarlo”.

Dereck nació en una fecha libertaria, un 23 de enero, y quizás ya en ese detalle radique parte de su temple calmado pero de ideas fijas. A sus 87 años recién cumplidos, en su mente se mantienen los recuerdos importantes de forma lúcida y primordial. Permanecen las imágenes y las sensaciones cuando presenció, tomado de la mano de su madre, las movilizaciones que se dieron en el país en torno a la muerte de Delgado Chalbaud y de Medina Angarita; el momento en un bazar chino de Sabana Grande donde vio por primera vez a Zuly Josefina Orozco y el enamoramiento instantáneo que sintió por ella; el año entero que esperó para poder volver a verla, decidido a invitarla a salir; el tiempo de cortejo y los más de 20 años de matrimonio; el duro acompañamiento en la enfermedad y su dolorosa partida a causa del cáncer.

Después del fallecimiento de su esposa en 2002, Dereck se quedó con su hijo y nadie más. Lo ayudó a alimentar su sueño más grande, y por eso desde pequeño lo bajaba todos los fines de semana a Maiquetía para que viera despegar y aterrizar aviones. Su recuerdo más preciado es cuando Robert José se graduó de piloto de aviación. Fue testigo de su alegría absoluta y de cómo disfruto el ritual de iniciación que le hicieran sus compañeros.

 

El 12 de febrero de 2014, Robert José Redman Orozco, había estado en el centro de Caracas en la marcha denominada La Salida, en el marco de las protestas en contra del gobierno de Nicolás Maduro, y vivió el trauma de ayudar a cargar hasta la ambulancia el cuerpo sin vida de Bassil Da Costa. El joven de 32 años, regresó a su casa, se bañó para limpiarse la sangre, cenó con su papá y se fue de nuevo a manifestar en el municipio Chacao. Reportó los eventos desde el lugar de los hechos desde su cuenta Twitter, tal y como solía hacerlo, hasta el momento en que avisó que había sido herido en un brazo por un perdigón de plomo. Ese fue su último mensaje. Minutos después, una joven notificó también por redes, la caída de Robert en la calle Élice de Chacao. Cuando regresó de la Fiscalía y de la morgue, Dereck se sentó en la cama de su hijo y lo lloró desde las entrañas.

Tras la muerte de Robert, Dereck permaneció activo en los eventos de calle y manifestaciones. También se ha mantenido ocupado con su negocio como proveedor de materiales de bisutería. Cuando lo considera, hace sus oraciones, pues se define como un hombre de fe, católico, mas no romano. Los domingos, en vez de ir a misa, realiza su propia eucaristía con cachapas. Compra dos en un mercado cerca de su casa: una para desayunar él y otra para compartirla con las vecinas de su edificio. Sigue viviendo solo y un sobrino está particularmente pendiente de confirmar que esté bien. No realiza ningún ritual en especial por Robert, ni para el aniversario de su cumpleaños o el de su muerte. “Toda la gente que conozco me lo nombra constantemente. No me hacen falta esas cosas, porque siempre lo tienen presente”. Desde un estoicismo casi desconcertante, afirma que no espera ningún tipo de justicia local, por lo que no se afana con luchas mentales ni tormentos, y sonríe incluso, con serenidad. “Mi hijo está muerto, muertico y nada de lo que suceda lo va a revivir”.

La bondad de 20 Bolívares y tres caramelos

Sobre los días de agonía que pasó en el Hospital Metropolitano del Norte, en Naguanagua, estado Carabobo, a la espera de que el equipo de siete médicos, enfermeras e instrumentistas que trataban de salvar a su única hija, le dieran alguna respuesta favorable, Rosa Orozco, recuerda dos muestras de solidaridad en particular, que con el paso de los años ha ido valorando y atesorando cada vez más en su historia personal. “Nunca olvidaré esos gestos. Los venezolanos somos así”.

Geraldin Moreno Orozco, deportista y estudiante de Citotecnología en la Universidad Arturo Michelena, fue alcanzada por varios disparos de perdigón, el 19 de febrero de 2014, cuando participaba en un cacerolazo en las adyacencias de su casa. La joven de 23 años corrió junto con otros compañeros para resguardarse de los 19 motorizados de la GNB que irrumpieron en la urbanización Tazajal para reprimir a los manifestantes, pero cayó a escasos metros de su casa por lesiones en las piernas, y aunque pidió clemencia, allí recibió los últimos impactos a quemarropa en su rostro. Rosa escuchó cinco detonaciones en el momento que observaba las protestas antigubernamentales en la televisión, y acto seguido, varios de los amigos de Geraldin entraron a buscarla a gritos y en shock con la noticia de que su hija se encontraba muy mal herida.

Fue mucha la gente que permaneció alerta en los pasillos del hospital para acompañar a Rosa y pedir por la salvación de Geraldin. El diagnóstico no era nada alentador. Su hija tenía el ojo derecho perdido y el cerebro destruido por los perdigones. Rosa prefería apartarse del bullicio, de los medios, del no tener respuesta para el cómo sigue y el cómo te sientes. Una noche, alrededor de las 3:00am, sin poder conciliar el sueño, se fue a una de las terrazas del centro hospitalario a rezar el Rosario con un grupo reducido de familiares.

En plena madrugada de una ciudad encendida con múltiples barricadas, una señora apareció con su nieto en una moto, buscando a Rosa para ofrecerle palabras de aliento. Cuando terminó de hablarle sacó un billete de 20Bs y se lo dio (poco menos de 2$ para el momento). Rosa se desconcertó. Ella sólo respondió: “Hija, reciba esto. Es lo único que tengo, pero yo sé que usted lo va a necesitar”. La vio un instante más, la bendijo y se fue con su nieto.

 

En otro momento de esos de llevar la angustia en silencio y orar a solas, un hombre se le acercó con amabilidad y delicadeza. “Amiga, creo que en este momento, te hace falta lo que te puedo dar”, recuerda Rosa, “y me dio tres caramelitos”. Su nombre era Leonardo González Barreto, mejor conocido como “Doctor Cotillón”, integrante de la red de payasos de hospital Doctor Yaso. El 27 de julio de 2017, el humanista valenciano fue perseguido por más de 30 efectivos y herido mortalmente, en medio de una manifestación pacífica llevada a cabo en el sector Los Guayabitos, Naguanagua, cuando funcionarios de la policía municipal y del estado Carabobo disolvieron violentamente la concentración vecinal que exigía respeto y garantías a sus libertades fundamentales. Tenía 48 años.

 

Rosa perdió a Geraldin el 22 de febrero de 2014. Diez años después no se ha quitado el luto, y en lo que admite haber cedido con el tiempo es en reír un poco más y haber experimentado eso que denominan paz interior. Para llegar allí, el tránsito que se fijó la relacionista industrial de 64 años, fue el de convertir su dolor en una causa de derechos humanos. En 2017, fundó junto a la abogada Martha Tineo, la ONG Justicia, Encuentro y Perdón. Desde entonces, ha llevado el caso de su hija y la denuncia de las 334 víctimas fatales por persecución política en Venezuela, ante las tribunas de todos los organismos internacionales vinculados al tema de crímenes de lesa humanidad.

Cuando reflexiona en esos últimos instantes de comunicación con su hija, advierte que la fuerza que demostró hasta el final, es un misterio y al mismo tiempo, otra razón de peso para haberse propuesto darle un sentido a su muerte. “Antes de ser llevada a terapia intensiva para estabilizarla, ella trató de levantarse. Yo nunca me expliqué por qué pasó ni cómo pasó todo ese momento con Geraldin. Fue algo que me impresionó mucho, ese ímpetu que mostró, así de maltratada como estaba, y cuando yo sabía que mi hija ya no se encontraba allí, en ese cuerpo”.

Criada en el seno de una familia mariana y por recomendación de su propia madre, decidió emprender el arduo trabajo de perdonarse a sí misma primero que todo, y trasmutar sus propios demonios desatados por la pérdida irreparable, en una senda de acciones concretas enfocadas en la revelación de la verdad, la aplicación de justicia y las garantías de no repetición.

“Pienso que Dios nos está dando una lección de vida en un mundo donde nosotros, nuestros principios y nuestros valores están desapareciendo, donde vemos que la maldad y la inhumanidad están ganando la partida, pero no es así. Tengo fe en que todo pasará y que viviremos esa Venezuela por la que nuestros hijos salieron a la calle a levantar la voz. Ellos fueron a pedir justicia y libertad. Ellos son todos nosotros, los que seguiremos ese legado para que las nuevas generaciones dirijan un país de oportunidades, un país de libertad, un país de justicia. Es nuestra obligación dejar esa herencia en nombre de todos ellos”.

Lo que forma el carácter

A Nancy Márquez Fagúndez, esposa, madre, hija y contadora pública, de 51 años, le sobran las anécdotas para explicar lo que significó la vida de su hermano José Alejandro, en términos de plenitud y de los buenos recuerdos que dejó plasmados en la memoria de una familia, que constantemente los trae de vuelta para mantenerlo presente y vigente. Sin embargo, también resiente que a una década de su asesinato, existan implicaciones no entendidas y sobre las cuales importa hacer consciencia.

“Sobre su caso no se ha dicho que se rompió una hermosa familia de cinco hermanos, que perdió a su primogénito. Se rompieron unos vínculos, unos lazos afectivos que no se volverán a unir: una esposa con el corazón destrozado y sin apoyo económico, que se fue del país en busca de otros rumbos, en busca del olvido, en busca de otra esperanza de vida que contribuya con su sanación, con su depresión, con su hartazgo; unos padres que quedaron deshechos y que diez años después, todavía no recuperan su tranquilidad y la cordura que antes tenían. Tampoco se habla sobre el peso de ese dolor que debemos cargar el resto de los hermanos; sobre el apoyo psicológico constante que debemos diligenciar para nuestros padres; sobre el pesar de una justicia que no existe. Son tantas cosas importantes que no se han dicho…”.

En la noche del 19 de febrero de 2014, José Alejandro Márquez Fagúndez se encontraba grabando y documentando la represión aplicada a los manifestantes de una protesta antigubernamental en la parroquia La Candelaria, Distrito Capital, cuando un funcionario de la Guardia Nacional Bolivariana trató de detenerlo para quitarle el celular.

El ingeniero de sistemas y docente de varios institutos universitarios, corrió para evitar que lo sometieran, y en ese instante el funcionario le disparó por la espalda. Aunque José Alejandro esquivó el impacto, resbaló y se golpeó contra el pavimento, momento que aprovechó un grupo de cuatro efectivos para golpearlo salvajemente, según se pudo constatar a través de filmaciones hechas por residentes del lugar. El ataque del que fue víctima lo dejó en coma varios días. Estando bajo el cuidado del personal hospitalario, agentes del cuerpo militar se mantuvieron golpeándolo e insultándolo, e incluso, trataron de ahorcarlo con su propia cadena. Luego de cinco días en terapia intensiva, José Alejandro falleció el 23 de febrero. Dos exhumaciones acreditaron que la causa de la muerte fue por traumatismo craneoencefálico severo por un objeto contundente, y no producto de su caída. Tenía 45 años.

Con respecto al suceso, voceros del Gobierno declararon en su momento que José Alejandro recibía entrenamiento militar bajo la excusa de estar tomando clases de Airsoft. Ante las acusaciones, la Sociedad de Airsoft se pronunció en un comunicado para desmentir los argumentos esgrimidos en su contra. Nancy destaca también dentro de su recuento forense sin desenlace, que “es importante recordar que el caso permanece igual. Fue investigado en su totalidad. Se determinaron las responsabilidades. Pero estas personas estaban siendo juzgadas en libertad, pues no consideraron que fuese un delito grave. El caso concluyó. El juicio llegó a término y no conocemos el resultado. No nos permiten llegar al expediente, no nos dejan ver qué fue lo que sucedió ni cuáles fueron las conclusiones del juicio”.

Para asumir esta dura realidad, tanto Nancy como su hermana Kenya, han optado por apelar al legado de José Alejandro, desde lo que ellas definen como la principal premisa de vida de la que se sostenía para enfrentar momentos difíciles: “Eso siempre forja el carácter”.

El carácter de José Alejandro también reflejó la profunda fe con la que se encomendaba a las misas dominicales, y la forma en la que expresaba su credo. Dentro de las labores altruistas y solidarias que realizaba, se esmeró en ser defensor de la expresión, registrar los momentos álgidos que se detonaban en la capital, hacer voluntariado como infociudadano, rescatar perritos en situación de calle para convertirlos en mascotas en condiciones de adopción, así como prestar apoyo a miembros de la comunidad, especialmente en acciones logísticas de emergencia que necesitaran.

Alumnos, vecinos, amigos y allegados siguen apelando al nombre de José Alejandro Márquez Fagúndez como a un ser que murió defendiendo genuinamente sus convicciones. La inspiración y el respeto que genera en otros, ayuda a Nancy a continuar la causa de su hermano. “Siempre he estado dispuesta a seguir de la mano de todas las mujeres y hombres que desean ver crecer a sus hijos en un país con igualdad y oportunidades y donde la justicia se aplique para cualquiera que se atreva a menospreciar los valores y los principios de nuestra constitución, de nuestras familias y de nuestra historia”.

Aquí nosotros lo que vivimos fue una guerra

En medio de la agitación de las protestas antigubernamentales que se daban en el sector Pueblo Nuevo, estado Táchira, Carmen González se encontraba haciendo arepas y pisca andina en la mañana del 24 de febrero de 2014, cuando sonó el timbre. Era el jefe de su hijo Jimmy Vargas, acompañado de otras personas del conjunto residencial donde vivían. La abrazó y le dijo que le tenía malas noticias. En ese mismo momento, llegaron compañeros de su hijo para confirmarle que el joven de 34 años estaba muy delicado, pues había caído de una platabanda, asfixiado por la cantidad de bombas lacrimógenas que efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana disparaban contra los manifestantes de la zona.

Jimmy Vargas sobrevivió media hora más cuando llegó a la Clínica San Sebastián. El recinto hospitalario estaba desbordado y a Carmen le costó llegar hasta la unidad de terapia intensiva. El médico que la recibió le explicó que su hijo estaba intubado y que un equipo de cinco especialistas y una intensivista estaban haciendo todo lo posible. Ella optó por arrodillarse a rezar el Rosario junto a varias señoras que la acompañaban en ese momento. Como a los 15 minutos las puertas de la sala se abrieron. “Cuando vi que el médico que me había atendido venía agachado, no esperé a que me hablara. Le pregunté: ¿Se fue? Y me dijo, sí. De ahí en adelante, todo fue terrible. Entré y lo vi desnudito, con el cuerpo como una coladera de perdigones y un ojo hinchadísimo y morado”.

A Carmen no le permitieron subirse a la ambulancia que trasladó el cuerpo de Jimmy a la morgue. Su hija se fue entonces en una moto detrás de la unidad. “En la clínica me dijeron que ellos me entregaban el informe, pero tampoco pudieron hacerlo porque después que se llevaron a mi hijo intervinieron la clínica y pare de contar. Aquí nosotros lo que vivimos fue una guerra”.

La ruta de trámites, dolor y desconcierto comenzó con la ida de Carmen a denunciar el asesinato de su hijo. “Yo me fui a la Fiscalía en moto y ahí me ignoraron toda la tarde hasta que por fin me tomaron la declaración. De ahí me dirigí a la morgue, pero aún no había llegado el forense. Después me fui en moto con una chica a poner la denuncia ante el CICPC y nada que me atendían. Nos dieron las 9 de la noche y nada. La muchacha que me llevó me decía, señora Carmen, presione para que la atiendan para no irnos tan tarde, si no, cuando salgamos nos pueden matar los colectivos. Finalmente decidieron atenderme”.

De regreso a la morgue, su hija había logrado avanzar en los trámites de la funeraria y tras cancelar una suma de dinero para que les entregaran el cuerpo esa misma noche, Carmen pudo llevarse a Jimmy a su casa, donde la esperaba una gran cantidad de conocidos y allegados. En los días correspondientes al velorio, entierro y novenario de su hijo, Carmen agradece todo el apoyo recibido. Sin embargo, con el paso del tiempo, la compañía se fue haciendo cada vez menos frecuente. “Después todo quedó en historia”.

Los últimos diez años de Carmen implicaron un agotador recorrido para insistir en Fiscalía y en tribunales que el caso de su hijo no podía cerrarse bajo el argumento de que había sido un accidente en el que nada tuvieron que ver los cuerpos de seguridad del Estado. A pesar de que cuenta con copia del expediente, nunca logró que se diera un solo llamado a interrogatorio de algún funcionario, aún cuando asegura que en el documento están registrados los nombres de muchos de los efectivos que estuvieron presentes e involucrados el día del suceso. “Nadie respondió. Fue tanto, que ya llegó el momento en el que me cansé de ir al tribunal y dije bueno, pongo esto en manos de Dios y que se haga justicia, yo lo que exijo es justicia”.

En medio de la tristeza y el agobio que le genera todo lo que gira alrededor de la muerte de Jimmy, Carmen se sostiene con el recuerdo de los instantes de felicidad plena que compartió con su hijo. “Él era muy cariñoso, risueño y divertido. Le encantaba cargarme y darme vueltas porque le gustaba bailar conmigo. Lo que no se me borra de mi mente es que cuando él llegaba en la noche de trabajar, lo primero que hacía era abrazarme, besarme y acostarse a mi lado para contarme cómo le había ido durante el día”.

A sus 69 años, Carmen se mantiene a medias con lo que recibe por el alquiler de un espacio que sacó al dividir su apartamento en dos, pues Jimmy era el sostén del hogar. Aunque ya no espera ninguna reparación por parte del sistema venezolano, Carmen ha llevado su denuncia ante instancias internacionales y permanece activa y dispuesta para lo que pueda ser útil, en favor de la develación de la verdad. “Vuelvo y repito, yo lo que exijo es justicia. A las madres de todos los chicos que cayeron por culpa de este gobierno, igual que a las madres que tienen presos políticos, les aconsejo y les digo, sigan luchando, sigan clamando para que se haga justicia y que este gobierno pague por todas esas vidas, que son mías también, porque todos son mis hijos”.

Los casos de Robert José, Geraldin, José Alejandro y Jimmy, forman parte de la lista de 41 fallecidos que se registraron en Venezuela en las protestas antigubernamentales entre el 1 de febrero y el 29 de mayo de 2014.

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12/02/2024

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